Siempre he dicho que lo más difícil de un artículo es el
título y cuando tienes éste, parece que la argumentación va sola y más cuando
acudes a un espectáculo donde la muerte tiene protagonismo, bien por ausencia o
recuerdo, o cuando aparece revestida de tragedia y negro azabache y su campana
tintinea en nuestra cabeza por el resto de los días y hacemos nuestras aquellos
versos lorquianos de “que no quiero verla, que no quiero ver la sangre de
Ignacio sobre la arena…” .
Ayer, última corrida de la Feria de Begoña en El Bibio,
Gijón, con un día gris, húmedo y poco taurino – parece que sol y toros van de
la mano- , con más de media entrada, llegué con suficiente tiempo. La plaza
tranquila, apagada, con menos protocolo que en otras ocasiones, silenciosa,
espera ansiosa el inicio de la corrida. La banda de música, ubicada y
protegida en lo alto del tendido, ensaya sus primeros sones, entre los que no
podía faltar el “Gijón del alma”. Se
cuidan los detalles: Indumentaria de los peones, alguaciles, piezas y calidad
de la banda de música. Minutos antes de iniciar el paseíllo la Empresa taurina,
a través de la megafonía, da la bienvenida a los presentes, agradece su
presencia en la plaza y termina su medido y corto mensaje con el deseo que Dios
reparta suerte, que motiva estas letras. Torean Enrique Ponce, José Mari
Manzanares y Miguel Ángel Perera.
Ayer, con menos agobios que otros días soleados, la tarde invitaba
a pensar, a valorar. Pocas mantillas, abanicos, flores y botas de vino. El gol del Sporting rompía la tranquilidad. En
todo el ambiente destacaba el destello del amarillo oro de los toreros, entremezclado con sus
trajes de variado colorido de verde,
rojo y negro, arropados por unos subalternos elegantes y protegidos por las cuadrillas
de picadores montados en sus caballos peteados y defensivos. La lidia empezó
puntualmente, no llovió, temperatura agradable y el mozo de las bebidas de un
lado para otro en busca de clientela sedienta después de una comida copiosa. La
corrida fue de menos a más. Los toros aunque flojos, con las fuerzas medidas y poco castigados –
alguno no recibió ni una pica y el tercio de banderillas tampoco fue completo –,
hubo pares de banderillas de auténtica
maestría. Bravos en su salida - alguno hasta rompió la madera de un burladero-,
acrobáticos en sus volteretas en la arena con el apoyo de sus cuernos,
permitieron a las estrellas del toreo lucirse, aunque , como siempre, la espada
quitó triunfo quizás por demasiado pensarlo. Con los capotes todos estupendos,
recibían , besaban y soltaban al toro con suavidad y elegancia; con la muleta
hubo faenas dispares, desde la autoridad y magisterio del maestro Enrique Ponce
en su cuarto de la tarde, que creó muestras de una belleza que merecía buen
pintor. Idilio y enamoramiento que cercenó la brusquedad de una espada que
marchitaba el triunfo. José Mª Manzanares cumplió con su lote y nuevamente la
espada quito alguna oreja. Su quinto de la tarde, muy débil, sin fuerzas para
la envestida, no facilitó la espada. Por último , el triunfador de la tarde,
Miguel Ángel Perera, que en el primer toro de su lote dio muestras de su buen
hacer, de su fuerza y valentía. Recibió y encandiló al toro con el capote, como
mandan los cánones, sin mover los pies y después de sus buenas recetas y
precisos pases, empezó su faena con la muleta, de rodillas, en medio de la
plaza, como si rezará e implorara a Dios y el toro respondía noblemente al
engaño. A partir de ese momento la plaza entregada y la intensidad de su
aplauso envalentonaba al torero que desplantado abría su chaquetilla ante la
atenta mirada del toro. Por la izquierda, por la derecha, cambio de mano, de
espaldas, de frente, las esencias del torero entusiasmaron al público, pero
nuevamente la espada impidió que el
triunfo fuera de época, de esos que quedan en la memoria de los
aficionados, y después de un estoque
fallido, tuvo que contentarse con una sola oreja. En su último toro y que
cierra plaza, se mostró más conservador, seguro, templó más la faena y ansioso
de ser el vencedor de la tarde, ofreció unos elegantes y suaves capotazos y
unas medidas chicuelinas que provocaron el delirio del público; ya con la
muleta, sus pases de engaño, adelante y atrás, nos tuvieron en vilo, temerosos
que el toro trocar engaño por torero. Nuevamente la espada le impidió un
triunfo más abultado. Pasó y triunfo en Gijón Miguel Ángel Perera y se fue con
dos orejas que nos supieron a poco, pero dejó muestras de un toreo fino,
cargado de esencias y valor, quizás, por decir algo, yo le pediría algo más de
reposo, de tranquilidad. De seguir en esta línea dará que hablar. Ayer, no sé
por qué, a la hora de matar, todos los diestros usaron la misma técnica -no sé
si por comodidad, eficacia y seguridad- que no es otra que la de recibir al toro para
introducirle la espada, pero con toros que miran para todos menos para el
torero – como dijo Manzanares- , el fallo estaba anunciado y así resultó.
Tarde de toros en el Bibio, acaba la temporada, y como todos
los años acudo a la misma, no en busca de tragedias sino de arte, sueño y
gloría, aunque sea efímera, titular de prensa, radio o televisión, que los que
ya tenemos ciertos años sabemos que las glorias son efímeras y si alguien lo
duda que se lo pregunte a Magallanes o lea a Manrique. Una vez más Dios ha repartido
suerte. No hubo heridos, ni muertes, y
yo como aficionado esporádico que soy, se
lo agradezco, pues no quiero que la
muerte, toro negro azabache, acabe con mi fantasía, mi sueño, mi traje de luces.
Pues como ya dijo Lorca: “ !que no quiero verla, que no…!
¡Que Dios siga repartiendo suerte no sólo a los toreros, sino
a todos nosotros, que buena falta nos hace!
José Antonio Noval Cueto.