Después de 130 años de la inauguración de la plaza de toros
municipal de Gijón, El Bibio, supongo que por su arena han pasado muchos mitos
del toreo, de aquellos que han engrandecido la historia del arte de cúchares,
pero, a quien os escribe, lo vivido ayer fue algo único, exclusivo, que dudo
que se vuelva a repetir y por ello me dispongo a contarlo, sabedor que me
quedaré corto, que quizás no capte ese momento sublime que se da en la plaza
cuando toro y torero se entienden, se necesitan ,se entregan, aun sabiendo que
en ese juego habrá un solo ganador .
Desde hace muchos años, - desde que mi amigo Basilio me llevó
a una corrida de Diego Puerta, Jaime Ostos, El Cordobés…- suelo acudir al coso del Bibio y en esta ocasión
mi interés se centraba en el diestro
peruano Roca Reyes, al que acompañan
otros dos grandes diestros como Juan José Padilla y Morante de la Puebla, y todo ello a raíz de sus triunfos en Las Ventas
y más recientemente en Pamplona .
La plaza casi llena, un día espléndido, temperatura agradable
y suave brisa. La corrida, algo inusual, empezó con cierto retraso, a las 6:40
horas de la tarde y los seis toros de Montalvo , con pesos que oscilaban de 525 kg.
a 581 kgr dieron un juego desigual. Los dos primeros que abrieron plaza,
de nombre “Fanfarrón “ y “Chivato”, fueron los peores del lote, mansos, de poco
embiste. El primero alcanzó a Juan José Padilla cuando iba a matar y el segundo
, a pesar de sus limitaciones, permitió a Morante de la Puebla sacar algo de
partido y que después de una certera estocada, lograra una oreja. A partir de
ese momento la corrida cambió de rumbo, y en el tercero de la tarde, de nombre “Candelito”
, el de menos peso, abrió la puerta al mito, a lo casi nunca visto, y el responsable de ello un
joven, un adolescente de 21 años, limeño y de nombre Andrés Roca Rey,
zanquilargo, de andares lentos, medidos, majestuosos. Apenas salió el toro y
sin que sus subalternos lo templaran con sus capotes, lo recibió con unos pasos
medidos, ajustados; entreteniendo y
envolviendo al toro, invitándolo a
pasarlo bien en un juego donde el instinto del animal y la inteligencia del
hombre se enfrentan primero con la capa, y después sin pica y con sus
correspondientes pares de banderillas – en este caso blancas como corresponde a
la bandera de Perú; las de Padilla de azul y blanco de Jerez y rojo sangre las
de Morante- empieza el diálogo entre toro y torero, que con el temple de su
muleta elaboró los pases más artísticos que mis ojos han visto, y todo sin
inmutarse, serio, erguido, seguro. Naturales, pases de pecho, pases en redondo,
cambios de muleta por atrás y entre la tanda de pases… respiros…, engaños,
movimientos de muleta adelante y atrás, las astas pegaditas al torero y el toro
entregado, enamorado, y en un alarde de técnica, poco visto, prescinde del estoque, que arroja
a la arena y evidencia aún más su temple, su dominio. Trabajado el toro ya sólo queda el
desenlace, silencio en la plaza. El torero observa, prepara al toro, busca la
certera estocada y acierta. El toro cae fulminado. El público alborozado, saca pañuelos, pide
trofeo, justicia, mérito. La faena impecable, y eso que el toro tenía
debilidad, le faltaba algo de garra. Debajo casi de la Presidencia, en el tendido
de sol mi amigo José Ramón y familia enarbola la bandera peruana. Al fin el
exigente Presidente concede el trofeo y
después de mucho rogar, dos orejas. Paseíllo, flores, abanicos, sombreros y
ante su bandera saluda con los ojos y
lleva la montera al corazón. Primera parte de la corrida. Se acondiciona y se riega la plaza. Entre nosotros un recuerdo para José María Pemán y su cuento de “La plaza de Cantalapiedra”, o sus
bellas poesías, algo que ahora, incomprensiblemente no se lee.
El cuarto toro de la tarde, de nombre “Cinchuelo”, el mejor
de la tarde, le toca en suerte al vendaval jerezano y experto Juan José Padilla, que ya
vuelto de la enfermería, supo sacarle provecho y enhebra una buena faena llena
de valentía, de entrega, y así sin que apenas le toquen sus subalternos le
recibe con la capa de rodillas, pone todos los pares de banderillas, el último cuando el toro menos lo esperaba, de paso,
casi diría de espaldas, y todos
milimétricamente colocados para que no interfieran al estoque. El resto de la
faena y con la impetuosidad que le caracteriza siguió los cánones que marca la
tauromaquia y finaliza con una estupenda estocada donde el toro se despide de
un torero sentada en las tablas bajas del coso. Se armó la traca. Padilla goza
de justa y merecida fama en esta tierra. Es un torero que trasmite, contagia y
comunica con el público. Saborea su triunfo y arropado con mantón de manila y apoyado en
su bandera pirata se despide del público, no sin antes besar la arena de la
plaza, como muestra de agradecimiento y cariño. ¿Qué hará Juan José
Padilla cuando no oiga los aplausos del público?
La plaza bullía, el sol aflojaba, se cerraban los abanicos y el aire refrescaba . Los ánimos levantados, la alegría se mascaba
en el tendido, pero nuevamente surge un contratiempo, al que no voy dedicar
muchas líneas, pues no quiero que empañe el sabor de esta tarde de toros. El
quinto toro de la tarde, de nombre “Sigiloso”, con 562 Kgr , incumple aquello de “no hay
quinto malo ” e impacientó a un torero
de la categoría de Morante, hasta el extremo, casi nunca visto, que después de
cinco tentativas y tres avisos, se negara a matar al toro, algo impropio de
torero que se tenga por tal y que una afición tolerante y comprensiva como la
del Bibio no se merece.
Se alarga la corrida. Se encienden las luces. Falta el último
de la tarde, de nombre “Maestro” y con 568 Kgr. de peso. Se inicia nuevamente
el romance, la ronda con la capa, la entrega , el enamoramiento y las armas de siempre: muleta, pases de estatua, sin mover los pies, naturales,
derechazos, temple, capacidad, poderío y una estocada certera. Petición
insistente de trofeo y un cicatero presidente le niega incomprensiblemente la
segunda oreja, a pesar de las protestas del público. Al final puerta grande
para los vencedores de la tarde, uno de azul y oro (Juan José Padilla) y el otro de
verde y oro (Andrés Reyes Roca).
Ahora que toca a fin este escrito, aún sigo con el estupor , la
sorpresa, el asombro del magisterio y
poderío taurino de un torero peruano, limeño, de veintiún años, de nombre
Andrés y apellidos Roca Reyes, y la única explicación solvente de todo me la
ofreció recientemente él mismo cuando dijo: “Yo toreo sólo para mí mismo”,
pero, aun así, tu pasión llega al público y de qué manera.
Creo no equivocarme si digo que estamos ante un mito de la tauromaquia.
¡Que Dios te proteja!
José Antonio Noval Cueto.
P.D Este escrito no sería posible sin la ayuda de un experto
aficionado salmantino que me fue aclarando algunos lances de la lidia. ¡Muchas
gracias!
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