domingo, 12 de agosto de 2018

“ Un mito en El Bibio...”






Después de 130 años de la inauguración de la plaza de toros municipal de Gijón, El Bibio, supongo que por su arena han pasado muchos mitos del toreo, de aquellos que han engrandecido la historia del arte de cúchares, pero, a quien os escribe, lo vivido ayer fue algo único, exclusivo, que dudo que se vuelva a repetir y por ello me dispongo a contarlo, sabedor que me quedaré corto, que quizás no capte ese momento sublime que se da en la plaza cuando toro y torero se entienden, se necesitan ,se entregan, aun sabiendo que en ese juego habrá un solo ganador .

Desde hace muchos años, - desde que mi amigo Basilio me llevó a una corrida de Diego Puerta, Jaime Ostos, El Cordobés…-  suelo acudir al coso del Bibio y en esta ocasión  mi interés se centraba en el diestro peruano Roca Reyes,  al que acompañan otros dos grandes diestros como Juan José Padilla y Morante de la Puebla,  y todo ello a raíz de sus triunfos en Las Ventas y más recientemente en Pamplona .

La plaza casi llena, un día espléndido, temperatura agradable y suave brisa. La corrida, algo inusual, empezó con cierto retraso, a las 6:40 horas de la tarde y los seis toros de Montalvo , con pesos que oscilaban  de 525 kg.  a 581 kgr dieron un juego desigual. Los dos primeros que abrieron plaza, de nombre “Fanfarrón “ y “Chivato”, fueron los peores del lote, mansos, de poco embiste. El primero alcanzó a Juan José Padilla cuando iba a matar y el segundo , a pesar de sus limitaciones, permitió a Morante de la Puebla sacar algo de partido y que después de una certera estocada, lograra una oreja. A partir de ese momento la corrida cambió de rumbo, y en el tercero de la tarde, de nombre “Candelito” , el de menos peso, abrió la puerta al mito, a  lo casi  nunca visto, y el responsable de ello un joven, un adolescente de 21 años, limeño y de nombre Andrés Roca Rey, zanquilargo, de andares lentos, medidos, majestuosos. Apenas salió el toro y sin que sus subalternos lo templaran con sus capotes, lo recibió con unos pasos medidos, ajustados; entreteniendo  y envolviendo al toro,  invitándolo a pasarlo bien en un juego donde el instinto del animal y la inteligencia del hombre se enfrentan primero con la capa, y después sin pica y con sus correspondientes pares de banderillas – en este caso blancas como corresponde a la bandera de Perú; las de Padilla de azul y blanco de Jerez y rojo sangre las de Morante- empieza el diálogo entre toro y torero, que con el temple de su muleta elaboró los pases más artísticos que mis ojos han visto, y todo sin inmutarse, serio, erguido, seguro. Naturales, pases de pecho, pases en redondo, cambios de muleta por atrás y entre la tanda de pases… respiros…, engaños, movimientos de muleta adelante y atrás, las astas pegaditas al torero y el toro entregado, enamorado, y en un alarde de técnica,  poco visto, prescinde del estoque, que arroja a la arena y evidencia aún más su temple,  su dominio. Trabajado el toro ya sólo queda el desenlace, silencio en la plaza. El torero observa, prepara al toro, busca la certera estocada y acierta. El toro cae fulminado.  El público alborozado, saca pañuelos, pide trofeo, justicia, mérito. La faena impecable, y eso que el toro tenía debilidad, le faltaba algo de garra. Debajo casi de la Presidencia, en el tendido de sol mi amigo José Ramón y familia enarbola la bandera peruana. Al fin el exigente Presidente concede el trofeo  y después de mucho rogar, dos orejas. Paseíllo, flores, abanicos, sombreros y ante su bandera  saluda con los ojos y lleva la montera al corazón. Primera parte de la corrida. Se acondiciona y se riega la plaza. Entre nosotros un recuerdo para José María Pemán y su  cuento de “La plaza de Cantalapiedra”, o sus bellas poesías, algo que ahora, incomprensiblemente no se lee.

El cuarto toro de la tarde, de nombre “Cinchuelo”, el mejor de la tarde, le toca en suerte al vendaval jerezano  y experto Juan José Padilla, que ya vuelto de la enfermería, supo sacarle provecho y enhebra una buena faena llena de valentía, de entrega, y así sin que apenas le toquen sus subalternos le recibe con la capa de rodillas, pone todos los pares de banderillas, el último  cuando el toro menos lo esperaba, de paso, casi diría  de espaldas, y todos milimétricamente colocados para que no interfieran al estoque. El resto de la faena y con la impetuosidad que le caracteriza siguió los cánones que marca la tauromaquia y finaliza con una estupenda estocada donde el toro se despide de un torero sentada en las tablas bajas del coso. Se armó la traca. Padilla goza de justa y merecida fama en esta tierra. Es un torero que trasmite, contagia y comunica con el público. Saborea su triunfo  y arropado con mantón de manila y apoyado en su bandera pirata se despide del público, no sin antes besar la arena de la plaza, como muestra de agradecimiento y cariño. ¿Qué hará Juan José Padilla cuando no oiga los aplausos del público?

La plaza bullía, el sol aflojaba, se cerraban los abanicos  y el aire refrescaba  . Los ánimos levantados, la alegría se mascaba en el tendido, pero nuevamente surge un contratiempo, al que no voy dedicar muchas líneas, pues no quiero que empañe el sabor de esta tarde de toros. El quinto toro de la tarde, de nombre “Sigiloso”, con 562 Kgr , incumple aquello de  “no hay quinto malo ” e  impacientó a un torero de la categoría de Morante, hasta el extremo, casi nunca visto, que después de cinco tentativas y tres avisos, se negara a matar al toro, algo impropio de torero que se tenga por tal y que una afición tolerante y comprensiva como la del Bibio no se merece.

Se alarga la corrida. Se encienden las luces. Falta el último de la tarde, de nombre “Maestro” y con 568 Kgr. de peso. Se inicia nuevamente el romance, la ronda con la capa, la entrega , el enamoramiento y las armas de  siempre: muleta, pases de estatua, sin mover los pies, naturales, derechazos, temple, capacidad, poderío y una estocada certera. Petición insistente de trofeo y un cicatero presidente le niega incomprensiblemente la segunda oreja, a pesar de las protestas del público. Al final puerta grande para los vencedores de la tarde, uno de azul y oro (Juan José Padilla) y  el otro de verde y oro (Andrés Reyes Roca).

Ahora que toca a fin este escrito, aún sigo con el estupor , la sorpresa, el asombro  del magisterio y poderío taurino de un torero peruano, limeño, de veintiún años, de nombre Andrés y apellidos Roca Reyes, y la única explicación solvente de todo me la ofreció recientemente él mismo cuando dijo: “Yo toreo sólo para mí mismo”, pero, aun así, tu pasión llega al público y de qué manera.

Creo no equivocarme si digo que estamos ante un mito de la tauromaquia. ¡Que Dios te proteja!
                
                                                 José Antonio Noval Cueto.

P.D Este escrito no sería posible sin la ayuda de un experto aficionado salmantino que me fue aclarando algunos lances de la lidia. ¡Muchas gracias!  



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