El ritmo de locura que produce la actualidad va camino de
obligarnos a pedir perdón por haber nacido, respirar y vivir, y digo todo esto
después que un vecino del barrio de la Seu, en Valencia, haya denunciado a su
parroquia por el tañido de sus campanas, que se suelen tocar tres veces al día. En el país del ruido, del botellón, de la noche y demás aditivos, lo único denunciable y punible es el ruido de las campanas de mi pueblo, ya sea iglesia con espadaña o en torre, y me lleva a pensar que así como han desaparecido muchas profesiones y oficios del pasado, los adanes actuales quieren hacer desaparecer el ruido de las campanas, pues para informarse del horario de misa y demás celebraciones les basta el móvil y su whatsapp, e incluso para pedir auxilio.
Ahora que tanto se habla de contaminación atmosférica, de
contaminación acústica, visual, parece que
le ha llegado el turno a las campanas, independientemente de su intensidad,
volumen, del tipo de forja y antigüedad de las mismas y
de la brusquedad y pureza de sus sonidos. Atrás quedan los tiempos de “Ay campanera”, exitoso canción de Joselito y popularizada últimamente por Diana Navarro, cuya letra tensionaba los corazones de los niños de entonces cuando nos decía que “Tú eres la llave de la verdad…tú eres la mejor de las mujeres porque te hizo Dios su pregonera….”; en el olvido han quedado las enseñanzas de muchos campaneros, como el de Granda, que con sus toques convocaba a difunto a sus vecinos y éstos podían saber si el fallecido era mujer o hombre, o de muchos sacristanes, como en mi Lugones de infancia, en época de don Jesús, el entonces sacristán, Gelín Manteiga, “Guevu”, nos aprendía a tocar las campanas, algo muy esencial siempre que había difunto.
En el país del ruido, charanga y pandereta el único ruido que
molesta es el de las campanas, no el de las sirenas de las fábricas, ni el de
los trenes, coches e incluso aviones que circulan por el entorno. Ese mismo día
de conocer la denuncia y polémica que trajo en jaque a Ayuntamiento,
Arzobispado y vecinos, en el Parque , mientras leo el periódico , me
desconcentra el ruido de un patinete electrónico que transportaba a una chica,
con música a alto nivel y que me retrotrajo
a la citada denuncia.
Mi sensibilidad y sorpresa ante este tema se incrementa
quizás porque estoy leyendo una de las mejores novelas europeas, de esas que sorprenden
y marcan a uno, que no olvida, y cuyo autor es Víctor Hugo. Se trata de “Nuestra
Señora de París”, donde uno de sus personajes principales, Quasimodo, era el
campanero del templo y del que nos deja el autor una de las mejores
descripciones de su oficio cuando narra:” Empezaba por fin el repiqueteo y toda
la torre se ponía a temblar…Quasimodo hervía hasta echar espuma…La campana,
lanzada ya y furiosa, mostraba…sus fauces de bronce, de donde surgía aquel
trueno de tempestad que podía oírse a cuatro leguas…De pronto el frenesí de la
campana se apoderaba de él (Quasimodo)…colgado sobre el abismo, se agarraba al
monstruo de bronce…lo oprimía, lo espoleaba…y redobla…”.
Parece que hay personas que no quieren dejar ningún vestigio
del pasado y si por ellos fuera harían desaparecer de los cielos de su ciudad
las torres de su catedral, porque les impide ver el sol, contaminación visual.
Ahora que tanto se habla de contaminación y sus tipos, de lucha contra la
obesidad y otras pandemias, ¿no creen que ha llegado el momento de plantearse
el tema de la contaminación moral de nuestra sociedad? ¿creen que las cabezas
de nuestros jóvenes están preparadas para soportar y digerir tanta
contaminación como reciben?
A mí las campanas me trasladan y me llevan a muchos lugares y
me evocan muchas cosas , entre otras, despedidas, como las de nuestros indianos
en el muelle del Musel o el tañido melancólico que de las mismas poetiza
Rosalia de Castro cuando escribe: “Campanas de Bastabales, cando vos oio tocar,
mórrome de soidades” (tristezas).
José Antonio Noval Cueto.
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